El parque estaba invadido de chiquillos y
palomas que se confundían entre aleteos y carcajadas. En una esquina una
muchacha vestida con telas abundantes igual que las heliconias colgantes junto
a la quebrada; tocaba una flauta de
bambú. La música y el perfume de la gente al pasar penetran el presente hasta
lo más profundo de la piel. Los vientos
de un dieciocho de diciembre prometen ser frescos las tardes, cálidos en las
mañanas y muy fríos de madrugada. En el parque se arremolinan con el viento
fresco algunas hojas de almendro y hacen un ligero garrapateo haciendo cosquillas a los adoquines.
Ella se estaba sentando tímidamente en una centenaria
banca de madera. Las olas del tiempo le
revolcaron el cabello y su memoria pudo
percibir el perfume de una canasta de flores que un joven le había regalado
ochenta años antes.
La promesa de un verano arcaico le traía allí
cada tarde desde hacía varias semanas. Los
olores y texturas de la tarde por inercia le retornan a ese parque, eso que huelen a tierra mojada y a melcochas,
a caricia en el pelo y a beso tierno. Una melancolía de violines y palomas le trae
serenata todas las tardes en esa banca de madera.
Una campanita de bicicleta se escucha venir
en alguna parte. Su corazón empieza a latir como los tambores lejanos de una
comparsa. El tintineo parece dar vuelta frente a la iglesia, y acercarse con resolución.
Los niños y las palomas abren paso y la
muchacha de la flauta hace dormir su nota hasta traspasar las los adoquines del
piso hasta el centro de la tierra y arriba abre las nubes dejando clarear el
cielo por encima de la dulce anciana que está sentada en la banca de madera.
Un simpático centenario de blancos cabellos
y sonrisa de sol, detiene su bicicleta,
trae una canasta llena de rosas rojas, violetas,
y blancos jazmines. Ceremoniosamente los
coloca frente a su diosa, la dama luminosa de blancos cabellos y alma grande. Reposan.
El sentado con los pies cruzados en el
suelo como un clavel más entre el puñado de flores tirados. Ella le mira como
hacia muchos años. Sus corazones como viejos tambores se alejan por el camino
que lleva a la quebrada detrás de los jardines de la iglesia. Sus almas hacen
uan escalera sobre los almendros, se van de la mano deslizándose entre los
rayos de sol que la música dejo entrar entre las nubes blancas.
Una manada de garzas blancas se alejó hacia
las montañas.